Algunas personas tenemos una tendencia innata a buscar el dolor. No el físico, si no el psicológico. El dolor moral. Esa sensación de mareo, la tripa cerrada, el nudo en la garganta y una sobrecarga en tu cabeza que sientes que solo puedes quitarte llorando. Es como un vicio, levantarse las postillas una y otra vez, no dejar jamás que la herida cicatrice, como si tuviésemos miedo de estar bien.
Preferimos releer conversaciones pasadas y pensar en como cambiar cosas incambiables que intentar hacer nuestro día a día lo mejor posible, y nos dedicamos a compararnos con cada persona que aparece en nuestro camino o en el de todas las personas que nos importan hasta convencernos de que ellos eran y son mejores y por lo tanto todos nos acabaran abandonando. Tenemos una increíble capacidad para no creernos las cosas buenas, por mucho que nos las repitan o intenten convencernos, incluso aquellas que en nuestro interior sabemos que pueden ser verdad, porque no estamos acostumbrados a que lo sean. Casi podría decirse que nos gusta sentirnos mal. Aunque en mi opinión más bien es que consideramos que no nos merecemos sentirnos bien.
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